domingo, 4 de diciembre de 2011

Mi mundo.

Sucias palabras salen de tu boca. Escupes veneno con cada sílaba. Arden los bosques con las miradas que me echas.
Agitas los brazos. Tu cara se torna asesina. Das vueltas. Gritas. Me señalas. Te señalas.
Llevas tu mano al corazón. La respiración se agita en mí.
Sigues diciendo todo lo malo de mi. De ti. De nosotros.
Me echas las culpas de tu reacción. Me dices que nunca me lo perdonarás. Te culpas a ti por el principio de algo que no acabo de entender todavía.
Tu voz se vuelve más suave. Pero ahora, tus palabras son dagas, que como armas infernales, se clavan en mi cuerpo, provocando un sangrado continuo de dolor, arrepentimiento, confusión, y llanto.
Mis pupilas nadan sincronizadas en un mar de angustia salado y tibio.
Te paras en seco, me miras, e, irónicamente, te ríes. Me tachas de estúpida por llorar. Un suspiro ronco de desesperación sale de tu boca.
.-¿No piensas decir nada?-. dices.
Mi mente empieza a crear un discurso. Quinientas palabras, comas correctamente colocadas. Acentos, diptongos. Todo lo necesario para leer un texto digno de un rey, o por lo menos de un alcalde.
Mi cabeza niega todo ejemplo de vocablo.
En ese momento, subes los ojos al cielo.
Coges tu chaqueta y cierras la puerta principal tras de ti.
Lágrimas de perdón e incertidumbre escapan de mis ojos.
Una patada vuela hacia la pared.
Me voy a mi cuarto.
Me adentro en mi santuario. Es mi armadura.
Mi mundo.
Cierro la puerta. Suspiro.
Ya estoy a salvo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario