martes, 8 de mayo de 2012

At last.

Sophie ve ahora la cicatriz de su muñeca y no puede evitar pensar por qué no cogió un cuchillo o unas tijeras que realmente cortaran y rematar así la faena. Terminar, o no, con todo. Sentirse liberada.
Dejar las cosas a medias es su sino.
Pero luego agradece no haberle dado ningún susto a nadie, aunque lo deseara en lo más profundo de su ser. 
Las heridas cicatrizan en la piel, pero nunca en el corazón. Nunca en la mente. Nunca en el alma.
Ese recuerdo la atormentará cuando no esté concentrada o distraída. Sabrá llevarlo, le quedará la duda perenne de "qué habría pasado si hubieran cortado mejor las tijeras".
¿Habría visto otro amanecer? ¿Le habría dado los buenos días a su madre, como cada día? ¿Volvería a tocar el chelo? ¿Saldría de nuevo con las amigas? ¿Y si no hubiera salido de ahí? ¿Y si su alma se hubiera evaporado como el agua que hierve en el cazo de la señora McConaghan mientras se prepara el té? ¿Y si sus lágrimas no hubieran vuelto a derramarse más de alegría?
Mientras acaricia lo que queda de marca piensa en todo eso. 
Nadie se hubiera imaginado que la joven Sophie, de 16 años, tan sonriente todos los días, siempre con algo tierno que decir, rebosando cariño allá por donde pisa, estaba tan hundida. Estaba tan triste.
Llevaba mil losas a su espalda. Las yagas le llegaban al corazón. No podía mantener ya la entereza.
No sabía lo que le pasaba. Se sentía vacía. Hueca. Todo le era indiferente.
Lloraba desconsolada ante la pared de su cuarto. Sentía lástima de sí misma. 
Echaba en falta muchas cosas. Notaba que ella y el mundo estaban descompensados.
La tarde en la que Sophie no pudo más se encerró en su cuarto. No cenó. No fue al salón a ver en la tele su programa favorito. No encendió siquiera el ordenador. No hizo nada. Tampoco lloró.
Sus ojos, hundidos y mates, no expresaban ya nada. Si mirabas a través de ellos podías divisar un fondo en negro.
Probó a escribir cómo se sentía, pero odiaba toda palabra que escribía, una detrás de otra, y otra, y otra... Cuanto más escribía, peor se sentía.
Ordenaba las palabras en su cabeza, describía, casi a la perfección, todo lo que pensaba. Todo lo que quería que le ocurriese y sus consecuencias. Absolutamente todo.
La rabia subía por sus tobillos. Le recorría los muslos. Subía. Bordeaba su estómago, que se comprimía. Seguía subiendo. llegaba a la garganta. Le quemaba. 
Qué sensación tan horrible.
No aguantó más, se levantó de la cama, buscó algo que cortara, lo cogió y se sentó.
Puso el metal frío en su muñeca izquierda. La arañó, como si un gato hubiera pasado por ahí. La imagen se repetía en su mente: ella sentada en el suelo, apoyada en la cama, con la mirada perdida y un charco de sangre a su alrededor.
Efectuó el primer corte. No fue muy hondo.
Pensó en su padre.
Otro corte, en el mismo lugar.
Pensó en su madre.
De nuevo cortó, con más fuerza.
Su hermano.
Otro más y más fuerte.
Sus abuelos.
Otro.
Sus amigas.
Otro más.
Pero lo que le hizo clavar las tijeras como si de un punzón se tratara, en la ya sanguinolenta piel, justo en una vena verdosa, fue pensar en ella misma. 
Apretaba la herida.  La abría con los dedos. Quería derramar todo el dolor que recorría su cuerpo. Pero no fue posible.
Contempló la posibilidad de adentrarse en la cocina, pero no quería hacer ruido, con lo torpe que era seguro que tropezaría o tiraría algo al suelo.
Prefirió insistir con el útil que tenía en sus manos.
Limpiaba la cuchilla de las tijeras en la sábana, dejando líneas rectas coloradas en la esquina de ésta.
Arrepentida de haber hecho eso, fue a despertar a su madre. Lo primero que dijo fue que lo sentía. Sentía haberse hecho eso. Provocarle a su madre un dolor inmenso.
Ésta tranquilizó a Sophie. La llevó al baño donde le curó la herida y la obligó a acostarse, para dormir algo al menos antes de ir al instituto, ya que se había pasado la noche en vela.
Sophie obedeció.
Durmió dos horas escasas, pero fue al instituto.
Estaba cansada. Le dolía la muñeca, tenía sueño y no se encontraba bien. Vestía de negro. 
Era una señal. Sophie se vestía con los colores según se encontrara emocionalmente. Y el negro era el que mejor le venía.


Los días transcurrían como siempre. Ya no hablaba. Ya no pensaba en otra cosa sino en morir. 


Notaba cómo aquellos a los que ella quería pedir ayuda, sin saber cómo, se iban alejando cada vez más. Y ésto le hacía hundirse, hasta tal punto que ya no le importó sentirse sola.
Rodeada de amigos, en su frente se podía leer la palabra "Soledad" en grande y en negrita.
De camino a casa no miraba otra cosa que no fuera la acera. Ya ni se volvía a mirar por si le atropellaba algún coche. Lo prefería.
Cerrar la puerta de lo que ella consideraba, en cierta medida, su hogar, le hacía romper el llanto. Se iba a su cuarto, bajaba la persiana, apagaba la luz y cerraba la puerta. Permanecía en la cama, sin gimotear ni respirar fuerte. Sólo derramaba lágrimas. Silenciosas.
Había días en los que ni comía. Y si lo hacía, era poco.

Todo el mundo intentaba sacarle una sonrisa. Por pequeña que fuera. Pero nadie lo conseguía.

Los días fueron pasando, hasta que dijo "basta".
Pidió ayuda, sacando fuerzas de donde no había nada más que ceniza. Y poco a poco fue recuperando la sonrisa que tanto la caracterizaba. Y sus ojos volvieron a transmitir, volvieron a brillar.

Al fin, era un poco más feliz.

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