domingo, 12 de enero de 2014

Echevarría

Aquí estoy de nuevo. Un poquito rota y arreglándome poco a poco. Siento que he crecido este último año, y no, no es un recopilatorio de los mejores o peores momentos de aquél asqueroso 2013. No. Hoy mi fortuita visita tiene nombre, apellidos, una historia... y un final inminente.

Los recuerdos leídos me cuentan que fuiste el que me enseñó los colores y sus diferentes tonalidades. Y estos días son gris oscuro, plomizo. Con tiznajos negros y amargos como el carbón.

Narran hechos como discusiones con mis padres por verme llorar porque mi chupete se lo llevaban los Reyes Magos para un niño que lo necesitaba, porque yo era mayor. Y tú querías que me lo dieran. Nadie es más terco que mi padre. Y yo ya era una niña grande. De cabellos rizados y ojos enormes.

Nunca olvidaremos lo malo que hiciste, ni las malas palabras que te proferimos, ni los gestos ni broncas, ni peleas ni escudos que pusimos entre tú y aquella a la que nunca quisiste.

Pero para qué quedarnos con lo malo. 

Me quedo con tus ojos, tu risa, tus chistes malos pero que me hacían reír. Esa forma de llamarnos a las nietas, una palabra inventada, cuya vocal única era la "i".

Me quedo con esas veces que entrabas en mi casa con la armónica en las manos tocando el "Oh, Susana, no llores más por mi".

Esos veranos en La Manga. Las duchas en el "terrao" al volver de la playa. La formación militar que formábamos: tú con la sombrilla, yo con el palo, mi hermana con la banqueta. Todos en fila. Siempre a las doce en punto del medio día.

Aún me acuerdo de cómo me sentí aquella mañana de julio en la que soltaste los ruedines de mi bicicleta roja, (que tú mismo habías pintado), y quitaste la mano que sujetaba mi sillín y me dejaste volar entre los edificios. Me sentí la niña más feliz del mundo. Y orgullosa.

Te he visto reír, te he visto ofendido y ofensivo, avergonzado, furioso... pero nunca despidiéndote de esta manera.

Te vi desplomado en el suelo y la ambulancia en la calle aquél día que tu corazón tropezó, pero no se volvió a repetir. A menos, que yo sepa.

Pero este verano cambiaste La Manga por el Perpetuo Socorro. Tus pulmones no iban bien, ni tu corazón. 

Y el 6 de enero. Ictus. Y el 7. Ictus.

Volvemos a aquél diciembre frío en que otra persona nos dejó, casi de idéntica manera. Sin abrir los ojos, o muy pocas veces. Sin hablar y gesticular.

Pero, ¿sabes qué? Yo ya me despedí de ti aquella tarde, la que precede a la Noche de Reyes. Te dí dos besos. Te hablé bien. Mis ojos te miraban con ternura. Y deseaban dejar de verte allí, apalancado. Querían volver a verte andar y reír como hacías.

Y ahora, ¿qué?

Ahora solo queda esperar a que decidas marcharte. Unos dicen que te vas pronto. Otros que más tarde. Y yo... yo no lo sé.

Te lloraré ahora, cuando aún respiras. Cuando aún sufres. Porque llorarte cuando las raíces te enreden los dedos, no servirá de nada. Porque no serás nada. Porque tu esencia ya no estará aquí. Te habrás ido para no volver, y eso ya no se remedia. Solo espero que el día que lo decidas, no sufras. Y no nos hagas sufrir. Creo que es hora de que descansemos todos.

Te voy a echar de menos. Te voy a añorar mucho. Te voy a implorar cuando te vea que no te vayas. Los primeros días serán horribles. Te veré en todos los rincones. Te oiré silbar y hacer palmas junto al piano cuando toque.

Y cada palabra en inglés que diga, llevará tu nombre. Porque, indirectamente, fuiste tú el que me tiraste de lleno en esta lengua que amo con todo mi ser.

Gracias por todos los recuerdos que me has ayudado a crear. Gracias por todo lo bueno que has hecho por mi, por mi hermana, por mi madre, por toda tu familia. Porque nunca permitiste que nos faltara nada.

Te quiero. Y te voy a querer siempre.