Me siento menuda. Muda. Cabizbaja.
Tus palabras. Mis razones ahora.
Y mi alma. Hierve.
Siento que no tengo palabras contra las tuyas.
Siento que mis verdades, son irreales.
Que mis razones, son hojas que se las lleva el viento. Tu viento. Tu voz.
Y cuando hablo, cierras la muralla. Y me dejas fuera. Y mis palabras parece que suenan como niños arañando pizarras. Chirriantes. Sordas.
Y bombardeas. Con fuego. Mi voz. Y te metes en tu fortaleza después de la destrucción. Y allí me quedo, a punto de susurrar. Quemada. A los pies de tu muro. Y sólo me queda mirar hacia arriba.
Tengo miedo. Te tengo miedo. Me tengo miedo.
Muchas veces, necesito gritarte. Pero sólo te miro. Y grito por dentro. Y rompo muebles. Golpeo paredes. Y salgo por la puerta con prisa y la respiración agitada. Pero en silencio.
Y sólo, te miro.
Siento que mi paciencia, a veces, va llegando a su límite, y por arte de magia, ese límite vuelve a dilatarse. Y me quedo en blanco.
Y ya no sé qué hacer.
Bueno, sí.
Mirarte.